viernes, 20 de enero de 2012

CUANDO TE ENCONTRÉ

Sabía que no estaba haciendo lo correcto, las sienes me estallaban, la presión sanguínea amenazaba con colapsar mi cuerpo entero, el pálpito alocado de mi corazón animaba a la adrenalina a salir a borbotones a través de mi corriente vital, como una manifestación descontrolada que amenazaba con carga policial de mis últmas neuronas razonables de mi cerebro.
Cogí ese tren. Y me sentí viva, como hacía años que no lo sentía. El riesgo y el miedo a lo desconocido se disiparon como las nubes de verano cuando partí rumbo a mi sueño.
Dejaron de importarme los asuntos triviales, el día a día de mi rutina, las tristes tardes de domingo que dejaba atrás, en el olvido. Y a cambio, descubrí frente a mi el gran abismo que se abría bajo mis pies, no saber qué ocurriría al llegar a mi destino, no saber qué sería lo conveniente, lo razonable, lo que siempre había hecho, equivocándome una y otra vez, ese camino de rectitud que nada más hacía que alejarme de mis sueños.
Me quité la ropa cómoda de las convencionalidades, me vestí de tramposa, de farsante. Con gafas de sol en plena fría madrugada, aún no entiendo cómo pude dirigir mis pasos hacia tan lejano destino, un pie y después el otro, y así hasta llegar a la estación. A veces las cosas más difíciles llegan a realizarse a través de un simple proceso que nunca nos paramos ni a pensar.
Cuando llegué a mi destino, el dulce duermevela del sedante traqueteo había desparecido, mis sentidos se hallaban despiertos y alerta a cuánto pudiera ocurrir a mi alrededor. Visualicé mil caras y ninguna era él. Me esforcé en salir de entre la muchedumbre y a unos pasos de mi, por fin, tuve delante esa cara conocida que mi cuerpo descubrió aún antes de que mis ojos pudieran verle.
Todo lo demás ahí mismo, dejó de importarme en absoluto. Mis obligaciones y mis deberes pasaron de ser algo impuesto y en favor de otros, a ser solo míos y para mi. No había más deber que el que me debía a mí misma, ni otro amanecer que el que no viera yo aquella mañana que me desperté bajo otro cielo y otras nubes, distintas a las que había visto nunca.
Enredarme en aquellas sábanas que olían a pulcra limpieza, con un cuerpo caliente rodeando mi soledad, amenazándola con echarla de mi vida para siempre, ha sido y será nunca lo mejor que he hecho jamás. Echar los dados y no hacer caso a sus designios, la mejor rebeldía perpetrada en mi universo simétrico y ordenado. Contradecir a los astros y sumergirme en el caos de una mirada profunda, verde como un mar en calma y envolvente como aquellas sábanas de las que no quise salir, y que me me ofrecía lo imposible, mi mayor acierto.
El calor de sus manos templando toda mi anatomía, se fundía con la sensación de mi cerebro abandonándose a las más inocentes e infantiles ensoñaciones que retornaban desde mis primeros años a ocupar un espacio preferente en mi concepción del futuro soñado. Siempre fui niña que huía de los cuentos, pero el mío lo escribí yo, y volvía a mi como una oleada de un pasado olvidado que no debió relegarse.
Soy afortunada porque tuve valor de enfrentarme a mis miedos y coger ese tren, el tren que me descubrió que existía el amor de unos brazos que son capaces de alejar los más temibles villanos, las frustraciones cotidianas, las decepciones habituales, los fracasos y las penas que llenan nuestras vidas anónimas.
Me agazapo bajo las sábanas como una niña, una niña feliz que de golpe puede aceptar los pensamientos pueriles de una adolescente, que devuelve a la vida una sonrisa cuando llueve, que no huye de las tardes de domingo en soledad, porque sabe que aunque naufragara, siempre tendrá un faro que le guíe hacia su orilla.
Y ya no huye esa pequeña, ya no quiere abandonar una mente que le acepta y le da alas para contar sus cuentos, que le provee de imaginaciones y ensoñaciones imposibles, porque ahora sabe que hay un lugar para ella, para esa niña que sueña y que duerme tranquila enredada en unos brazos que son su hogar.