martes, 27 de diciembre de 2011

NO FUE BUENO, PERO FUE LO MEJOR

No fue bueno, pero fue lo mejor, todo o casi todo, salió de otra manera...
Son fechas tristes, melancólicas, que me saturan completamente, embotan mi mente y la manipulan a su antojo. Las calles están llenas de gente, de niños, de bombillas de colores, de buenos propósitos de año nuevo. Y mi mente, de una luz que parpadea insistentemente cada año, cuando los propósitos antiguos están a punto de prescribir como delitos silenciosos, sin pena ni gloria, olvidados desde el mismo día que fueron formulados. Esa luz esconde el remordimiento de la pasividad, pero está condenada a apagarse pasados unos días, los suficientes para volver a la rutina de la gris ciudad sin Cortilandia. 
A veces, me dejo llevar por esa luz, que me guía hacia momentos de mi vida que marcaron una época, y rememoro lo que fue, rememoro lo que ha prescrito por el simple placer de recordarlo, si fueron malos momentos, me alegra pensar que ya no vivo en aquel presente, y si son buenos, doy gracias por haberlos vivido.
Mi experiencia me dice que cada cosa tiene su razón, y no, no me refiero a la creencia de que existan universos paralelos, sino a algo más sencillo, a que simplemente nos adaptamos. Cuando se nos niega una felicidad concreta, nos derrumbamos, perdemos las fuerzas, caemos en el abismo, nos queman las brasas de los sentimientos que arden en nuestro interior, porque somos capaces de poner toda el alma en ello. Tal vez sea merecedor tan alto precio que debemos pagar, por ser capaces de sentir de manera tan intensa. Si es ése el caso, yo gusto de pagar la tarifa con la mejor de mis sonrisas. Hoy lloraré, mañana gritaré y patalearé, pero sé que un día la lluvia me alegrará las largas tardes de domingo. 
Aun así, cuando nuestro ideal de felicidad muere, seguimos buscando nuestras razones para seguir adelante, para no dejarnos arrastrar por el resentimiento, el dolor y la inapetencia. Nos adaptamos, nos adaptamos a los cambios y encontramos nuevos caminos por asfaltar con nuestras suelas, caminos nunca antes explorados que guardan siempre nuevas experiencias. 
Hoy, miro hacia atrás para decirme a mí misma que no vale la pena y no sería justo arrepentirse de nada de lo que haya hecho. Tal vez no fue bueno, pero fue lo mejor, tal vez pudo haber sido todo de otra manera, pero aquí estoy yo, desde mi presente para sentir que mis cimientos se esconden en mi pasado, y cada piedra de mi pasado es algo necesario para ser la persona que soy ahora. 
Cada vez que di marcha atrás, que recapitulé e intenté rectificar, me equivoqué. De nada sirve tachar una palabra que ya ha dañado el papel, y rebobinar solo es posible cuando es mentira. De nada sirve lamentar sobre unos cimientos que son los tuyos, cada capa de hormigón esconde una historia y el perdón de quién suplicó en su día por su propia muerte, cada pilar maestro es una venganza no llevada a cabo, y toda ausencia de adornos es la conclusión de que lo único válido es la capacidad de soportar la pesada estructura de toda una vida sin que importen los detalles superfluos que el tiempo borrará sin remisión. 
No fue bueno, pero fue lo mejor, todo o casi todo, salió o saldrá tal vez, de otra manera, pero no me preocupo, no me importa, aunque no vea claros los caminos hacia donde llevan mis pasos, aunque la lluvia no me deje ver más allá de mis ojos, aunque el río se desborde o el mar me trague, “yo soy yo y mi cirsunstancia, si no la salvo a ella, no me salvaré yo.” Y cueste lo que cueste, iré añadiendo tanto hormigón como haga falta para seguir siendo lo que soy y lo que seré.
Mi propósito para este año; matricularme en una escuela de baile y hacerme proposiciones sólo de una en una para poder ir cumpliéndolas sin que me amenacen con prescribir.

jueves, 22 de diciembre de 2011

PASA EL TIEMPO

No me gustan los grandes centros comerciales, me parecen fríos, cuadriculados, hechos a medida para que un potencial consumidor guíe sus pasos a donde la estrategia los ha encauzado hábilmente. Sin embargo aquella tarde, con el frío que hacía y alguna que otra necesidad de darme un capricho, me animé a ir al más cercano a pasar la tarde. Y la verdad que no me decepcionó en absoluto, a pesar de salir con una sensación agridulce en el cuerpo. Después de haber recorrido ya todas las tiendas y no haber comprado nada, me dejé caer sobre un sofá que había en la galería de entrada, cómodo y espacioso, pero siempre lleno. Por suerte, encontré un pequeño hueco en medio de una pareja de edad madura y una chica que parecía esperar a alguien. Mientras mis ideas vagabundeaban sin sentido, caí en la cuenta de que la chica se había ido y en su lugar llegaban una docena de púberes adolescentes con las hormonas revolucionadas, eran demasiados cuerpos que albergar en aquel limitado asiento, pero consiguieron su ansiado hueco dejándome en la incómoda situación de quedarme en medio de todos ellos. Y ahí estaba yo, como una estatua, sin saber qué hacer, de repente me hallaba rodeada de conversaciones intrascendentes y chanzas propias de la edad. Condenada a escucharlas, presté atención a sus comportamientos, me parecía increíble que no les molestara mi presencia, aunque después pensé amargamente, que mi edad me separaba totalmente de su contexto y que no representaba ninguna amenaza a su intimidad. Para ellos debía ser poco menos que la mujer invisible, de mediana edad, con los ojos fijos en un punto indeterminado, resultaba tan gris y vacua, tan ajena para ellos, que ni siquiera se preocupaban de bajar la voz cuando compartían secretos entre ellos.


Entonces recordé mis años de adolescencia como si de pronto me hubiera convertido en una vieja de 90 años. Recuerdo bien la sensación contraria, cuando yo era la que ignoraba a la persona de mediana edad que paseaba cerca o nos podía oír si pasábamos por su lado. Era una sensación de rebeldía, de soberanía absoluta sobre nuestros pensamientos, libertad y libertinaje se mezclaban y asomaban a nuestros labios palabras a propósito de escandalizar. Nos gustaba hacerlo, y ¿A quién no? Sólo a quién no recuerde aquellos años, aquellos maravillosos e irrepetibles años de ausencia de responsabilidades pesadas, de risas incontroladas, de burlas consentidas, de manotazos que se devolvían entre chicos y chicas sin importar quién había empezado.
Así que parecía que sentada allí, rodeada de adorables energúmenos, presenciando su verborrea y satisfacción por el simple hecho de saberse dueños de su futuro y su destino, comprendí que había atravesado ya, esa línea imaginaria que casi me hacía sentir anciana. Tal vez sea la madurez, o la ausencia de placeres tan sencillos como los que disfrutaban aquellos chicos, o la nueva “habilidad” de leer entre líneas el futuro sombrío, la vista planetaria de las cosas, los detalles, todo tan igual y sin embargo tan diferente a mis ojos. Como si para mi hubiese cambiado el eje de la tierra.
Es muy duro darse cuenta de lo rápido que pasan los años, sin advertir los cambios, sin la conciencia de ir evolucionando a medida que pasan las etapas de una vida, tal vez porque sienta que no hago nada de eso, sino que simplemente me dejo llevar por el curso de los acontecimientos, y mira por donde, me encuentro con el devenir de los tiempos en un sofá de un odioso centro comercial, rodeada de la generación que, vaticino, no tardará mucho en sucederme en pensamientos.