jueves, 22 de diciembre de 2011

PASA EL TIEMPO

No me gustan los grandes centros comerciales, me parecen fríos, cuadriculados, hechos a medida para que un potencial consumidor guíe sus pasos a donde la estrategia los ha encauzado hábilmente. Sin embargo aquella tarde, con el frío que hacía y alguna que otra necesidad de darme un capricho, me animé a ir al más cercano a pasar la tarde. Y la verdad que no me decepcionó en absoluto, a pesar de salir con una sensación agridulce en el cuerpo. Después de haber recorrido ya todas las tiendas y no haber comprado nada, me dejé caer sobre un sofá que había en la galería de entrada, cómodo y espacioso, pero siempre lleno. Por suerte, encontré un pequeño hueco en medio de una pareja de edad madura y una chica que parecía esperar a alguien. Mientras mis ideas vagabundeaban sin sentido, caí en la cuenta de que la chica se había ido y en su lugar llegaban una docena de púberes adolescentes con las hormonas revolucionadas, eran demasiados cuerpos que albergar en aquel limitado asiento, pero consiguieron su ansiado hueco dejándome en la incómoda situación de quedarme en medio de todos ellos. Y ahí estaba yo, como una estatua, sin saber qué hacer, de repente me hallaba rodeada de conversaciones intrascendentes y chanzas propias de la edad. Condenada a escucharlas, presté atención a sus comportamientos, me parecía increíble que no les molestara mi presencia, aunque después pensé amargamente, que mi edad me separaba totalmente de su contexto y que no representaba ninguna amenaza a su intimidad. Para ellos debía ser poco menos que la mujer invisible, de mediana edad, con los ojos fijos en un punto indeterminado, resultaba tan gris y vacua, tan ajena para ellos, que ni siquiera se preocupaban de bajar la voz cuando compartían secretos entre ellos.


Entonces recordé mis años de adolescencia como si de pronto me hubiera convertido en una vieja de 90 años. Recuerdo bien la sensación contraria, cuando yo era la que ignoraba a la persona de mediana edad que paseaba cerca o nos podía oír si pasábamos por su lado. Era una sensación de rebeldía, de soberanía absoluta sobre nuestros pensamientos, libertad y libertinaje se mezclaban y asomaban a nuestros labios palabras a propósito de escandalizar. Nos gustaba hacerlo, y ¿A quién no? Sólo a quién no recuerde aquellos años, aquellos maravillosos e irrepetibles años de ausencia de responsabilidades pesadas, de risas incontroladas, de burlas consentidas, de manotazos que se devolvían entre chicos y chicas sin importar quién había empezado.
Así que parecía que sentada allí, rodeada de adorables energúmenos, presenciando su verborrea y satisfacción por el simple hecho de saberse dueños de su futuro y su destino, comprendí que había atravesado ya, esa línea imaginaria que casi me hacía sentir anciana. Tal vez sea la madurez, o la ausencia de placeres tan sencillos como los que disfrutaban aquellos chicos, o la nueva “habilidad” de leer entre líneas el futuro sombrío, la vista planetaria de las cosas, los detalles, todo tan igual y sin embargo tan diferente a mis ojos. Como si para mi hubiese cambiado el eje de la tierra.
Es muy duro darse cuenta de lo rápido que pasan los años, sin advertir los cambios, sin la conciencia de ir evolucionando a medida que pasan las etapas de una vida, tal vez porque sienta que no hago nada de eso, sino que simplemente me dejo llevar por el curso de los acontecimientos, y mira por donde, me encuentro con el devenir de los tiempos en un sofá de un odioso centro comercial, rodeada de la generación que, vaticino, no tardará mucho en sucederme en pensamientos.

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