miércoles, 11 de agosto de 2010

CICATRICES

"El tiempo todo lo cura"

¿Quién no ha oído mencionar esta manida frase? Sirve para todo, desengaños amorosos, fracasos personales, derrotas cotidianas
El caso es que es una auténtica daga afilada cuando la oímos, cuando con ánimo de consolarnos, nos acaban hurgando más profundo en la herida abierta, expuesta, dolorosa como nunca, son cinco palabras que van directas como cuchillas donde uno más lo siente. Y a la vez, son cinco palabras que con el tiempo y la experiencia, llegan a ser como las aspirinas, calman el dolor por un tiempo, aunque el daño ya esté hecho.
Es increíble cómo va cambiando nuestra percepción de unos hechos pasados a lo largo del tiempo, cuando ya estamos curados
Un dolor que parece que nos parte en dos, pasa a ser un recuerdo, una muesca en el árbol de la vida, una pequeña cicatriz. Son las marcas de guerra de nuestra alma.
Recuerdo dolores que me hacían perder el equilibrio andando por la calle, me producían temblores, náuseas, un dolor desgarrador, ganas de morir, miedo al resto de lo que me quedaba por vivir. Salía de casa por inercia, sin fe en nada, sólo por guardar las apariencias, porque no soportaba las preguntas, lo agobiante de unas explicaciones que ni sabía, ni quería dar. Recuerdo una canción, y recuerdo no poder soportar escucharla sin ponerme a llorar. Todas aquellas tardes, aquellos días de inmensa infelicidad, de desdichado desamor se me clavaban en la retina y volvían a mostrar aquella joven inocente que quiso vivir en un zarzal a costa de su propia vida. Soy capaz incluso de evocar olores en mi memoria, sensaciones que marcaban sin saberlo esa época en mi vida. Sin embargo, no soy consciente de cuándo tomé la decisión de que era hora de huir, de escapar de esa melancólica y permanente tristeza de no ser quien una es, cuando desea serlo, sino únicamente sombra de lo que es y quieren que sea.
Me vienen a la cabeza los ruegos, las peticiones de indulto, los llantos ajenos no deseados, esa canción atronando en mis oídos, el deseo muerto de haber querido algo que ya no se desea, al contrario, se deshecha categóricamente como una idea apestada, sucia y maligna, que nunca debió existir. Lo que antes era un mundo, apenas ahora es ya una enajenación extinguida que cortó de raíz su relación con la realidad.
Mi cuerpo está lleno de cicatrices, de pequeña, en verano, no hacía más que intentar emular a mis amigos en sus arriesgadas carreras con la bici, sin tener en cuenta que ellos estaban todo el año recorriendo esas callejuelas que se sabían de memoria. Mis intentos siempre eran frustrados, arena en el suelo, cuestas demasiado pronunciadas, curvas cerradas, y el resultado siempre eran enormes heridas abiertas, rojas, sangrantes y dolorosas que mi abuela me limpiaba con resignación y con la muda petición de que dejara de hacer el loco, dibujada en su severo gesto. Solía preguntarle si me quedarían marcas, como si fuera una experta en la materia, que de hecho, con todas las averías que nos hacíamos, se le podía considerar tranquilamente. Y ella me decía decidida que el tiempo todo lo cura. Sabía perfectamente que muchas de mis heridas quedarían impresas en mi piel como eternos recordatorios, pero sabía que era una niña, y estaba en mi naturaleza explorar, experimentar, arriesgar. Hoy miro mis cicatrices con cariño, sé sus historias, y sé lo que me enseñaron en su día, lecciones que no se olvidan, lecciones que nadie puede enseñarte, salvo uno mismo.
Por eso ahora, sonrío cuando me viene a la mente esa melodía que en tiempos ya lejanos, me hacía llorar, porque no lloré en vano, construí una fortaleza que cerró la herida y ahora sólo queda la cicatriz. Todas ellas hablan de una historia pasada, de unas causas, unas consecuencias y un aprendizaje esencial que acaba formando retazos de lo que vamos siendo a lo largo de nuestra vida, una esencia adquirida, que junto con la propia nos hace ser quienes somos. Por eso, lejos de apesadumbrarme por historias pasadas, siempre mostraré orgullosa mis adoradas cicatrices.

miércoles, 4 de agosto de 2010

OTOÑO

Hoy al despertar me di cuenta de lo efímero que es todo. Hoy despierto en mi cama y me siento ajena a mi cuerpo, como un espectador que mira a través de una pantalla su vida pasar. Nuestros cuerpos, al igual que los viejos edificios de hormigón, van cediendo ante el peso de los años, lo que antes fueron tejas o postigos, hoy son cascotes perdidos, solares vacíos que todavía muestran en las paredes aledañas la marca de los azulejos de una vieja cocina derruida. Nada perdura, todo desfallece, lo que un día fue algo glorioso hoy es sólo un recuerdo de los más ancianos... y si logran recordarlo. Nosotros mismos somos como gotas de agua que dan al mar, formando rios y lagunas, pero siempre desembocando en el mismo océano; la muerte. Es un camino que todos recorremos por igual, de manera más o menos afortunada pero sin distinciones ante el fin.


Hoy me di cuenta de que todo muere, como una flor en primavera, abre sus pétalos al mundo y muestra su color, una vez que cumplió su función abandona sigilosamente la lozanía de su condición, deja caer su tallo flácido y mira al suelo con pesar hasta que desaparece por completo. Nadie se da cuenta del proceso, porque un día están, y al siguiente han abandonado su lugar, como un fantasma, una sombra, un efímero instante.

Como el amor. La margarita se empieza a deshojar pero no es como en el cuento. El "Me quiere, no me quiere" es sustituido por un: "hoy ya no me apetece salir a cenar", "si, tal vez, pero quizás otro día", y frases similares. La margarita se desnuda poco a poco pero sin dilación, no sin cierta ceremonia ya que un día fue una espléndida flor de verde y fuerte tallo, algo que parecía que podría aguantar toda una vida, sólo regandola con dedicación y cariño. Pero se va mustiando sin poder evitarlo, ya no huele a hierba fresca, ahora sólo veo que amarillea y cada vez es más áspera al tacto, irritable, frágil... muerta.

Esta mañana al despertar no pude por menos que dejar escapar una lágrima, tan sólo una.

ANGUSTIA EXISTENCIAL

A veces pensar es malo, da dolor de cabeza, otras, en cambio, se obtiene un consuelo inesperado observándolo todo desde cierta distancia, con vista planetaria.


Uno de nuestros mayores errores es ansiar la inmortalidad, eso quién la desee, porque hay muchos que piensan erróneamente que vivirán eternamente. Ni siquiera lograron la vida eterna quienes idearon las pirámides, ahora, ante tamaño monumento nos asombramos, pero no será más que polvo del desierto dentro de otros tantos millones de años, incluso puede que el desierto haya dejado de serlo para ser un inmenso océano de nuevo.
Nada vive eternamente. Y eso que en principio puede parecer doloroso, triste, a mi acabó por darme esperanzas mientras mi cabeza diluida navegaba entre ideas disparatadas y sin sentido. Eso para mí significa que soy pequeña, muy pequeña, como una gota de agua en la lluvia y que realmente nada de lo que yo haga o pueda hacer, podrá afectar de algún modo el orden natural de las cosas; nací, vivo, viviré y moriré siendo una mosca, un pequeño insecto, nada. Lo que me proporciona una sensación de bienestar y paz conmigo misma, no soy dios, ni quiero serlo, sólo soy una persona, una persona a la que le gusta agradar a otra, salir a tomar copas con los amigos, hacer la comida, ir de compras, una pequeña persona que hace pequeñas cosas, destinada a la grandeza de lo diminuto, la felicidad de lo ínfimo, no de quién se conforma con lo dado, sino de quién acepta sus cartas y las juega porque entiende que esto de vivir es realmente un juego, con sus reglas, sus trampas, y por supuesto, su final.
Pero aquí la diferencia es que todos somos perdedores alguna vez y sólo podemos serlo en una única ocasión. Hay personas que se dan cuenta de esto y se desesperan, intentan avanzar contra corriente en el camino equivocado, pueden intentar operarse de la cara, de las caderas, del culo, y aún así la gravedad invoca su poder para seguir recordando quién manda, y que aunque se hagan trampas, sólo serán un parche, una batalla ganada contra una guerra perdida de antemano. Intento concentrarme en lo inmediato, seguir el Carpe Diem con moderación y sentido común, teniendo lo objetivo de un lado, y los sueños del otro, porque por muy prácticos que queramos ser, sin sueños, sin ideales, sin metas, sí que llegamos a ser realmente mosquitos diminutos o seres mecánicos, necesitamos siempre una motivación, algo que nos salve de la rutina, de la inercia de los giros de la tierra que nos arrastra con ella.

Así que me dejé llevar por ese bello pensamiento de ser como una mota de polvo en el ambiente, un ser que pasa inadvertido ante las miradas ajenas y llegué a vislumbrar el camino de mi propia felicidad. No soy un lince en ciencias, ni domino las artes literarias, cosa que me encantaría, pero sí soy consciente de todo ello y por tanto me acepto y me valoro tal y como soy, perfecto ser humano imperfecto. No haré grandes cosas para la humanidad, pero ¿Quién fue el primero en creer que enterrando una diminuta semilla podría encontrar un árbol que diera frutos años después? Soy parte de algo, mi vida, mis humildes conocimientos, mi conversación, mis risas, mis bromas, mis lágrimas, todo ello puede pasar como energía vital a quién me quiera, a quién me necesite, a quién me duela y no seré inmortal, seré algo mucho mejor, una chispa que quiera ser hoguera, que necesite mucha leña para quemar las barreras del pensamiento, que llegue a quien quiera recibirme y que se mezcle con otros mil fuegos más haciendo algo grande desde lo pequeño, algo común, un sentimiento, una sensación que nos una.
Ese es el camino de mi felicidad, hacer que valga la pena haber nacido, no quiero dejar mis huellas tras de mí, simplemente quiero ser parte de lo que dejaré atrás cuando me muera.

PEQUEÑO CUENTO SINIESTRO

El sonido era siniestramente cadencioso. Esperaba tres segundos y arremetía de nuevo, enérgicamente, con firmeza y autoridad.


Yo estaba acurrucada entre las sábanas, sin atreverme a asomarme si quiera. No dejaba de oír el repiqueteo constante y monótono de aquellos nudillos aporreando la puerta sin descanso.

Tenía las manos heladas, parecía que la sangre se negara a recorrer mis venas, mi respiración era lo más silenciosa que mis pulmones podían soportar.

Se oía el tic tac del reloj de la cocina, que como un secuaz del desconocido contaba los segundos hasta que éste hacía de nuevo su aparición con una nueva secuencia de golpes en la puerta. El terror me dejó seca la boca al punto de crearme un enorme nudo en la garganta, y allí, paralizada comencé a llorar sin lágrimas.

Pensaba en levantarme e ir hacia la puerta, comprobar quién era mi carcelero, ese que asediaba mi hogar y me obligaba al estado de sitio en mi propia casa. Pero el miedo era atroz, por mucho que lo intentaba mis músculos no respondían a los impulsos del cerebro. Sin embargo éste no había perdido la capacidad de pensar.

Pensaba que una persona normal no llama así a la puerta, me había despertado con ese sonido y sin razón alguna lo había dejado pasar hasta sumirme en un duermevela que me trasladó dos horas más tarde a la misma situación. A pesar del tiempo transcurrido, el sonido seguía allí, igual de constante, igual de enfermizo e insistente, como una obsesión. Al principio quise pensar que me lo estaba imaginando, que lo más seguro que fuera el cartero y ya se habría ido, pero mi conciencia me arrastraba a la realidad, y la realidad era que alguien seguía ahí, frente a mi puerta, en la escalera, en el último piso, esperando que yo tuviera que salir de casa, acechándome sin ocultarse, sin ninguna vergüenza de molestarme durante más de dos horas. Sentía curiosidad pero el terror era más intenso.

En un ataque de valentía retiré las sábanas que me cubrían de golpe y me quedé quieta sentada en la cama aguzando el oído para ver si algo cambiaba, pero todo seguía igual. Esperanzada de que fuera algo mecánico, tal vez una broma pesada de alguno de mis amigos, di unos pasitos cortos de puntillas hacia la puerta. La madera crujió bajo mis pies y de pronto los nudillos misteriosos dejaron de insistir. Toda la casa se sumió en un silencio espeso, plomizo, como si el techo amenazara con venirse abajo sobre mi cabeza. Entonces toda mi anatomía se quedó intacta y de una pieza en el sitio, como una absurda estatua fuera de lugar, tensa como la cuerda de una guitarra, erizada como un gato asustado y totalmente aterrada. Mantenía los ojos abiertos en su totalidad pensando que quizás pudiera captar algo con ellos que con mis oídos no pudiera. No escuché pasos en el rellano, todo el piso era de madera y el bloque era antiguo, debería oírse la madera en caso de que alguien se retirara escaleras abajo, sin embargo el silencio me abrumaba dejándome totalmente desconcertada.

Movida por otro impulso alentador decidí acercarme a la puerta y aplicar mi atento oído a ésta. Pero la misma respuesta abatió mi conciencia, parecía que quién hubiera estado aporreando la puerta se hubiera esfumado de golpe como un espectro. Mi mente analítica me dijo que por favor no dijera tonterías, que eso era técnicamente imposible, pero yo no le creí, qué sabría ella de cosas que uno no ve pero que siente.

Me armé de valor mientras me acercaba a la mirilla, la tensión atenazaba cada articulación de mis ateridas manos, pero mis dedos tuvieron la suficiente habilidad para descorrer la pestaña que me descubriría tras la pequeña abertura quién se escondía detrás. Pero lo que ví hizo que mi conciencia se nublara. Todos mis sentidos colisionaron entre sí estorbándose los unos a los otros porque ya no sabían si lo que sentían era el olor de mi miedo o el sabor metálico de la sangre en la boca. Me había mordido el labio sin querer, pero apenas notaba el dolor.

Lo que había tras la mirilla era oscuridad. Una oscuridad imposible porque además de estar toda la casa bañada con la cálida luz de un radiante sol de mediodía, el rellano tenía como techo una gran claraboya que hacía de tragaluz. Lo que hacía de esa visión algo totalmente imposible, inaudito.

O alguien no entendía el concepto de broma o un enemigo sí lo tenía claro, porque quien quiera que fuese se había tomado más molestias de las necesarias cegándome la mirilla. O eso creía yo.

Volví a pegar mi oído a la superficie que dividía el interior de mi segura casa de la extraña realidad exterior. Por más que mi cabeza intentara recoger algún leve sonido me era absolutamente imposible distinguirlo del ruido ambiente normal reinante en cualquier casa común.

Pero de repente y rasgando la quietud, un golpe atronador sobresaltó mi ser, que se precipitó de puro espanto al suelo, seguido de otros dos, iguales que el anterior, espaciados por el intervalo de un segundo. Y su pausa de tres segundos y vuelta a empezar. Fuera lo que fuese aquello no dejaba de atormentarme, parecía como si me estuviera viendo a través de los tabiques, sabía muy bien lo que hacía, sabía cómo asustarme, cómo sorprenderme.

Me quedé en el suelo, mirando la manilla.

La ira arremetió contra mi conciencia como una oleada salvaje, me incorporé de golpe y abrí con decisión.



Al día siguiente encontraron mi cadáver en la cama, enredada entre las sábanas. Pude imaginar mil cosas, pero jamás pensé que la muerte fuera tan educada de llamar primero a la puerta.

TEORIAS EXISTENCIALES... DE UNA TARDE EXTRAÑA...

Somos muertos de permiso.


Recuerdo que cuando leí esta terrible sentencia tan real, tan nítida, se me heló la sangre en las venas. Todo lo planetario, lo universal, se volvió absurdo en un simple segundo, y no digamos la vida cotidiana, la irracional rutina que corre con las agujas del reloj en ilógica carrera hacia la nada. Somos seres de paso que se empeñan en no morir, sin pensar que quizás es un lujo que no ha nacido aún ni para unos pocos elegidos, todo acabará de la misma manera que empezó, en el oscuro vacío de lo desconocido. Cuando uno se para a pensar en la fragilidad de la vida, esta vida que ni siquiera sabemos si es realidad o ficción, comienza a sentir una especie de desasosiego interno, como un virus que infecta y se extiende por todo el cuerpo, haciéndote sentir materia orgánica, simple, polvo que querrá volver al polvo algún día, tan sólo una agrupación temporal de materia, algo que no será nada porque nada es eterno, nada lo es.

Cada vez que muere alguien, lloramos, pero no lloramos a un muerto sino el egoísmo de vivir sin él. Nadie sabe lo que hay después, pero si hay algo, o su ausencia total, tiene que ser algo positivo porque nadie ha vuelto a este mundo de supuestos vivos, algunos más muertos que los que no respiran, otros más vivos de lo que debieran.

Muchas son las veces en las que me pierdo en una librería, sin saber qué busco o si busco algo en concreto. Pero un día, una idea cruzó mi mente como un halo luminoso que parecía saber más y venir del mismísimo más allá, pensé que si los personajes viven en mí cuando leo una buena novela, lo mismo yo podría ser uno de ellos y vivir en otros, y vivir mi vida tantas veces como leída sea la novela en la que existo. Pero eso me hace pensar en otros interrogantes que quedarían en suspenso, por ejemplo; ¿Cómo se yo que mi personaje es el principal? ¿Y los secundarios? ¿No vivirían tan sólo a ratos cuando la acción les requiriese? O tal vez llevar vidas carentes de interés es lo que les hace ser meros secundarios. ¿O cada uno tendría una novela para ser el personaje principal? Entonces, en ese caso, la novela ya no haría al personaje, sino el personaje a la novela, y ya mi pensamiento habría dejado de tener sentido, si en alguna fracción de segundo lo hubo tenido.

Tiene su parte de encanto pensar que somos y estamos porque somos pensados, pero el inconveniente que aquí me planteo es nuestro preciado libre albedrío, a lo que nos veríamos obligados a renunciar para que otros dirigieran nuestro destino. Y ahí entraría el destino, ya no sería un destino concreto, fijo, podría cambiar con el correr del tiempo tan sólo con que quién nos haya pensado cambiara de parecer y modificara nuestros hechos. Podría reescribirnos, reinventarnos, y también tirar nuestros bocetos a la basura, el final, la muerte, la ausencia de más camino por recorrer.

Pero, ¿Quién sería nuestro artífice? Una especie de dios menor o ángel de la guarda que vive en la estratosfera de todo lo conocido, puesto que lo conocido es lo que nos quieren hacer conocer, o tal vez una persona corriente que ha tenido la peregrina idea de dar salida a sus ideas. Y si pienso un poquito más allá, podría incluso imaginar que puedo ser yo misma quién escribo mi historia y cada día me echo a andar entre líneas, palabras, ideas y caminos que buscar.

Y tal vez todo esto sea igual de absurdo que el mundo en que vivimos, nacido de la nada, creado desde lo ausente, o lo lleno de nada, porque tengo un mundo de interrogantes en mi cabeza, con sus satélites y meteoros perdidos en el espacio entre mis neuronas, que aún no sé si sólo son simples fantasías.

Esto de vivir en una maravillosa incógnita me fascina y me frustra a partes iguales, casi en equilibrio, odio que nadie haya sido capaz aún de pensar la solución universal para todas las incógnitas de la humanidad y me da miedo pensar, que de alcanzarlas, no cubran las expectativas, sino que sean obviedades tan simples que nos sintamos tan rematadamente tontos o pretenciosos como para no haber reparado en ellas por creernos o esperar más.

La vida, la muerte y el amor, vaya tres inventos… porque toda la vida buscamos infatigables esa alma gemela que no nos deje morir solos, porque nos aterra. Y cuando creemos encontrarla parece que nos morimos más lentamente, aunque es un engaño, una ilusión de nuestra condición humana, tan sólo una pequeña ventaja que nos da la muerte hasta llegar inexorablemente a alcanzarnos. Porque aún seguimos creyéndonos los amos del universo, seres únicos, perfectos. Y lo somos, si, perfectos ignorantes. Creemos que podemos medir el tiempo, experimentar con lo que no llegamos a entender, salir más allá de las verjas de nuestro patio de recreo. Imaginar, volar con la cabeza a lugares de fantasía porque no tenemos bastante con lo que somos, porque queremos más, ir más allá de la línea del horizonte. ¿Pero dónde? ¿Qué puede haber tras la última página de nuestra historia? Cuando damos por terminados todos los capítulos sin haber podido llevar a cabo todo lo que hubiéramos deseado, o cuando se nos queda corto de páginas, ¿A dónde van nuestros sueños? ¿A dónde iré yo tras ellos sin un camino en el que seguir?