miércoles, 4 de agosto de 2010

PEQUEÑO CUENTO SINIESTRO

El sonido era siniestramente cadencioso. Esperaba tres segundos y arremetía de nuevo, enérgicamente, con firmeza y autoridad.


Yo estaba acurrucada entre las sábanas, sin atreverme a asomarme si quiera. No dejaba de oír el repiqueteo constante y monótono de aquellos nudillos aporreando la puerta sin descanso.

Tenía las manos heladas, parecía que la sangre se negara a recorrer mis venas, mi respiración era lo más silenciosa que mis pulmones podían soportar.

Se oía el tic tac del reloj de la cocina, que como un secuaz del desconocido contaba los segundos hasta que éste hacía de nuevo su aparición con una nueva secuencia de golpes en la puerta. El terror me dejó seca la boca al punto de crearme un enorme nudo en la garganta, y allí, paralizada comencé a llorar sin lágrimas.

Pensaba en levantarme e ir hacia la puerta, comprobar quién era mi carcelero, ese que asediaba mi hogar y me obligaba al estado de sitio en mi propia casa. Pero el miedo era atroz, por mucho que lo intentaba mis músculos no respondían a los impulsos del cerebro. Sin embargo éste no había perdido la capacidad de pensar.

Pensaba que una persona normal no llama así a la puerta, me había despertado con ese sonido y sin razón alguna lo había dejado pasar hasta sumirme en un duermevela que me trasladó dos horas más tarde a la misma situación. A pesar del tiempo transcurrido, el sonido seguía allí, igual de constante, igual de enfermizo e insistente, como una obsesión. Al principio quise pensar que me lo estaba imaginando, que lo más seguro que fuera el cartero y ya se habría ido, pero mi conciencia me arrastraba a la realidad, y la realidad era que alguien seguía ahí, frente a mi puerta, en la escalera, en el último piso, esperando que yo tuviera que salir de casa, acechándome sin ocultarse, sin ninguna vergüenza de molestarme durante más de dos horas. Sentía curiosidad pero el terror era más intenso.

En un ataque de valentía retiré las sábanas que me cubrían de golpe y me quedé quieta sentada en la cama aguzando el oído para ver si algo cambiaba, pero todo seguía igual. Esperanzada de que fuera algo mecánico, tal vez una broma pesada de alguno de mis amigos, di unos pasitos cortos de puntillas hacia la puerta. La madera crujió bajo mis pies y de pronto los nudillos misteriosos dejaron de insistir. Toda la casa se sumió en un silencio espeso, plomizo, como si el techo amenazara con venirse abajo sobre mi cabeza. Entonces toda mi anatomía se quedó intacta y de una pieza en el sitio, como una absurda estatua fuera de lugar, tensa como la cuerda de una guitarra, erizada como un gato asustado y totalmente aterrada. Mantenía los ojos abiertos en su totalidad pensando que quizás pudiera captar algo con ellos que con mis oídos no pudiera. No escuché pasos en el rellano, todo el piso era de madera y el bloque era antiguo, debería oírse la madera en caso de que alguien se retirara escaleras abajo, sin embargo el silencio me abrumaba dejándome totalmente desconcertada.

Movida por otro impulso alentador decidí acercarme a la puerta y aplicar mi atento oído a ésta. Pero la misma respuesta abatió mi conciencia, parecía que quién hubiera estado aporreando la puerta se hubiera esfumado de golpe como un espectro. Mi mente analítica me dijo que por favor no dijera tonterías, que eso era técnicamente imposible, pero yo no le creí, qué sabría ella de cosas que uno no ve pero que siente.

Me armé de valor mientras me acercaba a la mirilla, la tensión atenazaba cada articulación de mis ateridas manos, pero mis dedos tuvieron la suficiente habilidad para descorrer la pestaña que me descubriría tras la pequeña abertura quién se escondía detrás. Pero lo que ví hizo que mi conciencia se nublara. Todos mis sentidos colisionaron entre sí estorbándose los unos a los otros porque ya no sabían si lo que sentían era el olor de mi miedo o el sabor metálico de la sangre en la boca. Me había mordido el labio sin querer, pero apenas notaba el dolor.

Lo que había tras la mirilla era oscuridad. Una oscuridad imposible porque además de estar toda la casa bañada con la cálida luz de un radiante sol de mediodía, el rellano tenía como techo una gran claraboya que hacía de tragaluz. Lo que hacía de esa visión algo totalmente imposible, inaudito.

O alguien no entendía el concepto de broma o un enemigo sí lo tenía claro, porque quien quiera que fuese se había tomado más molestias de las necesarias cegándome la mirilla. O eso creía yo.

Volví a pegar mi oído a la superficie que dividía el interior de mi segura casa de la extraña realidad exterior. Por más que mi cabeza intentara recoger algún leve sonido me era absolutamente imposible distinguirlo del ruido ambiente normal reinante en cualquier casa común.

Pero de repente y rasgando la quietud, un golpe atronador sobresaltó mi ser, que se precipitó de puro espanto al suelo, seguido de otros dos, iguales que el anterior, espaciados por el intervalo de un segundo. Y su pausa de tres segundos y vuelta a empezar. Fuera lo que fuese aquello no dejaba de atormentarme, parecía como si me estuviera viendo a través de los tabiques, sabía muy bien lo que hacía, sabía cómo asustarme, cómo sorprenderme.

Me quedé en el suelo, mirando la manilla.

La ira arremetió contra mi conciencia como una oleada salvaje, me incorporé de golpe y abrí con decisión.



Al día siguiente encontraron mi cadáver en la cama, enredada entre las sábanas. Pude imaginar mil cosas, pero jamás pensé que la muerte fuera tan educada de llamar primero a la puerta.

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